La vivienda se entiende como agrupación de 30 “cajas-ruina” idénticas y sin uso, apiladas, siguiendo criterios “atemporales” (orientaciones, enfiladas, gradación de privacidad, circulaciones, vistas y la cambiante relación con espacios exteriores) que generan así diversas situaciones. Posteriormente, el usuario, con la estrategia del cangrejo ermitaño, “habilitará” los espacios con instalaciones menos duraderas. Como si estuviera conquistando un edificio preexistente, de carácter intemporal.
Existen pues, dos tiempos, acercándonos a la restauración: Uno, el elemento “ruina”, el más perenne. Una esponja tridimensional de hormigón poroso pauta el espacio a través de estancias y límites. Se configura siguiendo patrones probados a lo largo del tiempo. Forma el sólido cascarón, una matriz de escuetas células cuyo espacio interior se resiste a ser ampliado por agregación. Animadas por baldaquinos que, como elemento espacial-estructural define cubos ligeros en diferentes posiciones de la casa, completan la ruina. Y dos, el elemento “habilitador”, el que equipa.
La ocupación se entiende como añadidos realizados sobre una retícula espacio-estructural encontrada. El usuario tiene un punto de partida para confeccionar la vivienda. En cada espacio suceden cosas, definidas por él. Es aquí donde surge, en contraposición con la “ruina”, el elemento que “habilita”, más caduco, el que admite licencias temporales.
Desde su inicio, nos viene la idea de que estamos haciendo una casa para el siguiente cliente a éste. O al siguiente del siguiente, y así infinitamente, como en un cuento Borgiano. Hacemos, según U. Fogué, ciencia ficción. “El arquitecto intenta definir científicamente algo que nunca sabe qué vida real tendrá. Situaciones futuras, ficticias.”